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Tres años sin poder quedarse embarazada, dio a luz a una niña muy deseada. Fue un parto difícil, los médicos pensaron que estaba muerta, pero al poco comenzó a moverse. ¡Menos mal! Pasaron cuatro años y aquella niña creció callada, fría, absorta siempre a sus crueles juegos de mutilación. Ninguna se sus muñecas sobrevivía a sus operaciones. Una noche, después de cenar, acostaron a la pequeña en su habitación. En mitad de la noche, la madre fue al baño y aprovechó para asomarse al cuarto de la niña, pero las muñecas unidas unas con otras ocupaban su lugar.

Bajó al piso de abajo y la encontró frente al rescoldo de la chimenea, sentada en el suelo, con sus pequeñas tijeras de operar muñecas en la mano, dos de sus dedos colocados uno junto a otro sobre la mesa y un tercero ardiendo. El grito despertó al padre, que bajó corriendo descalzo para encontrarse la misma escena que la madre trataba de encajar. Se había quedado inmóvil, sin saber qué hacer ante el gesto impasible de la niña, que era ajena al dolor y a la sangre que empapaba el suelo y su pijama. Fue el padre quien la cogió en brazos y recibió la primera punzada. Su ojo derecho estalló al contacto con la punta de las tijeras infantiles. Soltó sin querer ni poder evitarlo a la niña, que, tras el sordo sonido de los escasos 15 kilos contra el suelo, se levantó, corrió hasta la puerta y salió a la calle. Corrió tan deprisa aquel pequeño cuerpo falto de sangre y dedos, que en el breve espacio de tiempo en que la madre se asomó a la puerta ya había desaparecido. Jamás la encontraron. Igual que tampoco encontraron una explicación a cómo habían podido criar durante años a un bebé que había nacido... muerto.

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