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Es difícil explicar por qué somos tan curiosos. Picamos en cualquier cepo con tal de saciar esa inquietud. La última vez que me ocurrió fue durante unas vacaciones en un camping, con mis padres. No me apetecía nada el rollo familiar, así que me fui a dar un paseo yo sola. Subí y bajé varias colinas. El caso es que, a las dos horas, divisé a lo lejos un caserón abandonado. Había niebla. No estaba segura de si se trataba de una ilusión, pero me pareció ver a una persona asomada a la ventana de arriba. Necesitaba comprobarlo. Quedaban pocos metros y, efectivamente, allí estaba una chica demacrada, mirando hacia la nada. Entré. Y en ese instante, me convertí en el siguiente cadáver que reclamaría desde la ventana la visita de otra persona dispuesta a saciar su curiosidad a cambio de su vida.

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